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Fue allá por el 85, cuando todavía faltaban quince años para el fin del milenio y apenas habían pasado un par de años de régimen constitucional. Alguien en El Periodista de Buenos Aires, donde trabajaba por entonces, me pidió una nota. Tal vez haya sido uno de mis jefes y maestro, el gallego Oscar González –perdón por la confianza, estimado vicejefe de Gabinete- o la querida María Seoane. De lo que me acuerdo –otra vez perdón, esta vez por la primera persona del singular, pero estamos en un blog- es de las indicaciones que la columnista de Educación, Adriana Puiggrós me pasó para encontrar el lugar de la entrevista, un centro de estudios ubicado en un piso alto, en la esquina de Córdoba y Callao, con una vista maravillosa hacia el tramo de Córdoba que viene desde el río.
La misión era sencilla, casi ideal para un periodista que quiere salir un rato del vértigo y disfrutar de una charla: Tres intelectuales, de diferentes orígenes políticos e ideológicos habían concebido el proyecto para la creación de la Carrera de Ciencias de la Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires, una institución que los grandes medios habían boicoteado por años.
Como todo periodista, uno mide a los interlocutores para saber qué preguntar y cómo preguntar, pero no es conciente del valor de esos seres de carne y hueso que tiene adelante. Si no pudiera abstraerse de esas cuestiones, la entrevista no pasaría de un “¿se siente realizado?”
Como todo periodista, uno mide a los interlocutores para saber qué preguntar y cómo preguntar, pero no es conciente del valor de esos seres de carne y hueso que tiene adelante. Si no pudiera abstraerse de esas cuestiones, la entrevista no pasaría de un “¿se siente realizado?”
Eduardo Vizer, Héctor “Toto” Schmuckler y Nicolás Casullo estaban ahí, cada uno con su historia y sus modos. Ahora que no tengo que entrevistarlos y que, lamentablemente, Nicolás ya no está, puedo decir que el trío me causó cierta gracia, parecían protagonistas de una comedia en la cual cada actor asumía su papel con maestría. Un Vizer verborrágico y claro para decir por qué hacía falta esa carrera; un Toto Schmuckler que me hubiera asustado por su sabiduría, pero cuyo fraseo amable y su tonada lo convertían en un maestro para escuchar. Casullo tenía cara de distraído, a veces parecía mirar sin mirar, una percepción que se rompía cuando disparaba alguna frase brillante que quebraba el clima y proponía otro enfoque para las mismas cosas.
Con Vizer me he cruzado cada tanto en la facultad de Ciencias Sociales, donde desde 1989 funciona la carrera de Ciencias de la Comunicación Social, aunque desconozco si sabe quién soy. A Schmuckler, recluido en Córdoba, sólo lo he visto en algún acto público. Ambos son referentes de estudiantes y profesores de la carrera y un orgullo para la Universidad de Buenos Aires. A Casullo, quien hizo de la carrera de Ciencias de la Comunicación uno de sus hogares más queridos, me acostumbré a verlo y escucharlo. Y a admirarlo.
Algunos años después, fue la figura que impulsó una carta de renuncia de un grupo valioso de intelectuales a un peronismo que se había transformado en la cabeza de una avanzada neoliberal. La lista de “renunciantes” era inmensa, no sé si por su número, pero sí por la cantidad y la calidad de ideas que había detrás.
Las cosas de la vida y de la academia hicieron que durante estos años me haya convertido, sin dejar de ser periodista, en profesor de la misma carrera. Cada vez que escuché a Casullo hablar por radio, o leí sus columnas en Página 12, o tuve el privilegio de sentarme en alguna de las aulas grandes de la facultad para oír sus reflexiones siempre inteligentes y originales sobre el futuro de la disciplina, de la institución o del país, me pasó por la cabeza aquella imagen del tipo distraído, con sus ideas repentinas y originales, que con maestría cristalizó el fotógrafo del diario Crítica cuya toma ilustra esta columna.
Más recientemente, recuerdo haberlo visto durante una reunión de profesores. Estábamos tratando de entender cómo una decisión del decano Federico Schuster para que la facultad mostrara su punto de vista sobre la conducta bochornosa de los medios de comunicación durante el cacerolazo campero en marzo pasado, se había convertido en una campaña de los mismos medios para denostar a la Universidad de Buenos Aires y, con ella, a la educación pública.
Uno tenía la sensación de que cuando Nicolás Casullo entraba a una reunión, valía la pena estar ahí para escuchar, debatir y aprender. Pero también tenía que estar predispuesto a la sorpresa. Porque un rasgo característico de Casullo era su capacidad para poner cara de distraído y repentinamente poner sobre la mesa un razonamiento de ruptura. Como esos equipos con un contragolpe mortal, pero en el mundo de las ideas y de la política.
Escucharlo hablar y opinar fue una buena ocasión para aprender, tanto como aquella vez en los ’80. Luego lo vería en varias ocasiones durante las reuniones de Carta Abierta, tal vez su última y más audaz creación, compartida con dos compinches de su talla como Ricardo Forster y Horacio González. También en alguna reunión de profesores, cuando curiosamente los medios de comunicación se ensañaron nuevamente con la Facultad de Ciencias Sociales, esta vez por un conflicto con las agrupaciones estudiantiles a raíz del boicot presupuestario por parte de las autoridades de la UBA y del ministerio de Educación.
Pero el recuerdo más claro fue en la última reunión de Carta Abierta de la que tuve oportunidad de participar. Casullo estaba ahí y con esa manía que uno adquiere cuando tiene la sensación de que pasó hace rato la mitad de su propia vida, comparé la imagen del Casullo del 2008 con aquella de 1985. El mismo flequillo, pero canoso. La misma mirada, aunque con cierto cansancio casi imperceptible. Recuerdo que me pregunté, para adentro: “¿En qué estará pensando este tipo? ¿Con qué nos va a sorprender ahora?”
Nos sorprendió con su ida definitiva y no voy a recurrir a ninguno de los lugares comunes para mencionar los libros y las ideas que nos dejó. No hace falta decirlo, mejor es leerlo. Sí me interesa recordarlo como un tipo capaz de pensar sin esquemas, de actuar sin prejuicios y de vivir sin las incoherencias a las que nos tienen acostumbrados algunos revolucionarios de café. Supongo que, si hacía falta, ahora en el Paraíso –eso en lo que los agnósticos no creemos- se deben estar preparando para una tormenta de ideas. Allí debe estar llegando Nicolás, para charlar con Arlt, con Walsh, con Urondo, con Raab, con Perón –aunque muchos le hayan deseado el infierno-, con el Ché, que había elegido el mismo día para irse, con el viejo Palacios y, por qué no, con Borges, Cortázar y Bioy, que se deben estar riendo en algún lugar de las polémicas de algunos intelectuales. Rápido, ruego que alguno de los periodistas que están por allá nos mande su crónica, que nos hace mucha falta.
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