En los años 90 tuvimos la oportunidad de trabajar codo a codo con Claudio Uriarte y Salvador Benesdra en la sección internacionales de Página 12. Tal vez por ello nos sedujo la nota de Bruno Bauer en la Panamá sobre el autor de Almirante Cero y la reprodujimos aquí.
“No tengo el menor respeto por los
whigs –decía el viejo
tory
Wordsworth—; pero llevo dentro de mí una gran cantidad de cartismo”.
Esa deriva individual y romántica es la que un siglo más tarde
desandaron de manera racional personas como Nathan Glazer, Irving
Kristol y François Furet: ex izquierdistas que se mudaron al
conservadurismo esquivando a ese enemigo común que es el liberalismo
progresista y emplearon el frío instrumental marxista para medir las
relaciones de poder, esta vez desde adentro.
"La trayectoria de Claudio Uriarte describe la comba del neoconservadurismo posible en Argentina"
Es difícil encontrar paralelos en nuestra Argentina de liberalismos
débiles, derechismos larvados e izquierdismos confusos. Jorge Castro,
las versiones estetizantes de Fogwill y su
b-brand “El Turco”
Asís. Y Claudio Uriarte. Desde sus comienzos políticos en la trotskista
Organización Política Poder Obrero hasta su cobertura fogosamente
occidentalista de la guerra de Irak en las inesperadas hojas de
Página 12, la trayectoria de Uriarte describe la comba del neoconservadurismo posible en estas tierras. Y en el medio de ese derrotero
Almirante Cero, el único libro que llegó a publicar.
El 18 Brumario de Emilio Massera
Hay una tradición marxista en biografiar a sus enemigos: el
Palmerston de Marx, el Stalin de Deutscher, el Mitre de Milcíades Peña,
retratos en los que la percepción dialéctica de la historia deviene en
la tragedia del individuo que hace Historia pero no sabe la Historia que
está haciendo. El
Massera de Uriarte es un sujeto tan pequeño como la clase a la que pertenece: la
mezzoburguesía
de origen no patricio que buscaba promocionarse a través de las Fuerzas
Armadas, “la evidencia de una aristocracia que quiere construirse en sí
misma de la nada y necesita patrones de comportamiento y pensamiento
más estrictos que aquellos que son propios y espontáneos en una clase
alta natural”; y arrastrará esa pequeñez hasta la cima del poder,
cuando, posesivo y voraz, aspire a todos los objetos que el fogwilliano
consumo ABC 1 de los 70s permitía, desde el whisky con salamines hasta
“Graciela Alfano, una muchacha alta y bien proporcionada, de facciones
bellas, piel blanca y cabellos rubios, rasgos que la convertían
naturalmente en presa codiciada para un universo masculino que se sentía
espiritualmente europeo pero temía ser visto como latinoamericano”.

Uriarte avanza sobre cada estación de esa pasión sincera y snob que
fue la carrera de Massera (el ascenso en manos de Perón, la eficacia
gore
de la ESMA, el llanto que le arrancó a Videla a fuerza de
humillaciones, el encuentro con Gelli, Firmenich, Ceacescu y Khadafi, el
partido de la Democracia Social), con una prosa clara, asertiva y
desapasionada, sin privarse de jugar con las contradicciones como un
joven hegeliano: Massera se broncea y se deja llamar “Negro” para que no
noten que
es negro, Massera quiere consagrar a la Armada pero
nunca quiso ser marinero. Pero debajo de estas piruetas dialécticas se
percibe la torción fundamental de la empresa del Almirante, que es la de
Junta: “habían cumplido la tarea sucia de la burguesía y los factores
de poder, y lo habían hecho a sangre y fuego, en registro de las propias
heridas sufridas […] cuando la burguesía y los factores de poder
dijeron a las Fuerzas Armadas que era tiempo de que abandonaran la
escena, porque su tarea ya estaba cumplida, éstas se habían negado”. Y,
en la hora del Juicio, Massera se enfrenta “al imaginario de una
Argentina burguesa a la que siempre había respetado, y porque era contra
ella que debía defender todo lo que había hecho para que esa misma
Argentina burguesa siguiera existiendo”.
La sociedad que el Proceso contribuyó a crear podía prescindir de los
militares. La Argentina liberal y burguesa que conocemos hace más de
treinta años debe su existencia a esa acumulación originaria de orden y
progreso, de la que Massera, apetitivo, anarquista y vanamente
maquiavélico sólo pudo ser un arma y nunca el puño que la detona.
La revolución ha terminado
Pero si el liberalismo burgués, que para 1992, fecha de edición de
Almirante Cero,
había alcanzado el éxito político y económico, nació viciado, la
solución revolucionaria nunca vio la luz. Ya la primeras páginas del
libro de Uriarte estaban dedicadas a describir la “falsa revolución”,
ese clima de optimismo y protestas sociales que antecedió al golpe:
“solamente una fantasmagórica ideológica de la época permitía que esta
crisis de representación múltiple se viviera como prolegómeno de una
revolución continental”.
Cinco años más tarde, Uriarte terminó de ajustar cuentas con las revoluciones inconclusas. En el artículo de 1997 que
compartimos,
luego de fustigar a las revoluciones exitosas como atajos
simplificadores de la Historia, concluye que “contra la sordidez y el
desencanto de las revoluciones que triunfaron, la bella alma progresista
elige destacar el indudable encanto de las revoluciones que no llegaron
al poder, y que por lo tanto no tuvieron oportunidad de corromperse […]
la Revolución es un momento orgiástico y una fiesta permanente, de
máxima inspiración, comunicación y circulación social, una especie de
primavera salvaje…”
"La democracia liberal como producto del terror, la revolución como eterno sueño de fiesta"
La democracia liberal como producto y superación del Terror, la
revolución como eterno sueño de fiesta irresponsable: entre esos dos
mojones Claudio Uriarte definió una visión insoportablemente realista
del orden de las cosas, con la fe puesta en los valores de la modernidad
occidental ya consagrados como tradición, y la aplicó a todos los
objetos que su erudición abarcaba: desde la política internacional al
periodismo. En la particularidad del recorrido reside la originalidad de su pensamiento.
Música y derrota
Sería un error, con todo, considerar al conservadurismo de Uriarte
como la reconciliación de un burgués maduro con las comodidades de su
época. El pesimismo cultural es la savia amarga que tonifica las raíces
del
neocon en la tierra pedregosa del realismo político. La
weltschmerz de Uriarte sale a la luz en sus artículos para la revista
Clásica.
Allí tomó partido por la música tonal, la “música del siglo XX
realmente existente” (Shostakovich, Rachmaninov, Prokofiev, los
británicos) que “encuentra su contemporaneidad inconfundible en su
carácter intensamente testimonial y narrativo, que la emparenta al
cine”, en contra de “las utopías reglamentarias de la vanguardia” pero
también de la música popular: “
Carmina Burana pone en vitrina
de demostración toda la estrategia de seducción estética del nazismo:
(…) puede ser definida como una obra larga de música pop para gente que
quiere creer que está escuchando música clásica”.
"El pesimismo cultural es la savia amarga que tonifica las raíces del neocon en la tierra del realismo político"
Como crítico de audio para la revista, Uriarte fatigó los locales de callé Paraná y reseñó con precisión
techie los nuevos equipos que proveía el libre mercado de fines de los
noventas. En ese rol participó del debate sobre los nuevos soportes
digitales y la reproducción técnica del arte en una serie de artículos
extensos y ambiciosos, al final de los cuales, luego de reivindicar el
consumo de música grabada ante el esencialismo francfurtiano, concluyó
que “El audio, de este modo, revela su carácter paradójico: que, por ser
un opio de la clase media, es escapista, pero este escapismo contiene
también un rechazo de la realidad tal cual es (…) El audio, en una
palabra, muestra una falta, pero también es resultado de una falta. La
música es el eco de la perdida figura del Espíritu, y el audio y las
grabaciones son las iglesias electrónicas privadas en que el sujeto
descentrado experimenta un sucedáneo imperfecto de reencuentro consigo
mismo, de la esperanza de la desalienación.
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