“No tengo el menor respeto por los whigs –decía el viejo tory Wordsworth—; pero llevo dentro de mí una gran cantidad de cartismo”. Esa deriva individual y romántica es la que un siglo más tarde desandaron de manera racional personas como Nathan Glazer, Irving Kristol y François Furet: ex izquierdistas que se mudaron al conservadurismo esquivando a ese enemigo común que es el liberalismo progresista y emplearon el frío instrumental marxista para medir las relaciones de poder, esta vez desde adentro.
"La trayectoria de Claudio Uriarte describe la comba del neoconservadurismo posible en Argentina"
Es difícil encontrar paralelos en nuestra Argentina de liberalismos
débiles, derechismos larvados e izquierdismos confusos. Jorge Castro,
las versiones estetizantes de Fogwill y su b-brand “El Turco”
Asís. Y Claudio Uriarte. Desde sus comienzos políticos en la trotskista
Organización Política Poder Obrero hasta su cobertura fogosamente
occidentalista de la guerra de Irak en las inesperadas hojas de Página 12, la trayectoria de Uriarte describe la comba del neoconservadurismo posible en estas tierras. Y en el medio de ese derrotero Almirante Cero, el único libro que llegó a publicar.El 18 Brumario de Emilio Massera
Hay una tradición marxista en biografiar a sus enemigos: el Palmerston de Marx, el Stalin de Deutscher, el Mitre de Milcíades Peña, retratos en los que la percepción dialéctica de la historia deviene en la tragedia del individuo que hace Historia pero no sabe la Historia que está haciendo. El Massera de Uriarte es un sujeto tan pequeño como la clase a la que pertenece: la mezzoburguesía de origen no patricio que buscaba promocionarse a través de las Fuerzas Armadas, “la evidencia de una aristocracia que quiere construirse en sí misma de la nada y necesita patrones de comportamiento y pensamiento más estrictos que aquellos que son propios y espontáneos en una clase alta natural”; y arrastrará esa pequeñez hasta la cima del poder, cuando, posesivo y voraz, aspire a todos los objetos que el fogwilliano consumo ABC 1 de los 70s permitía, desde el whisky con salamines hasta “Graciela Alfano, una muchacha alta y bien proporcionada, de facciones bellas, piel blanca y cabellos rubios, rasgos que la convertían naturalmente en presa codiciada para un universo masculino que se sentía espiritualmente europeo pero temía ser visto como latinoamericano”.
Uriarte avanza sobre cada estación de esa pasión sincera y snob que fue la carrera de Massera (el ascenso en manos de Perón, la eficacia gore de la ESMA, el llanto que le arrancó a Videla a fuerza de humillaciones, el encuentro con Gelli, Firmenich, Ceacescu y Khadafi, el partido de la Democracia Social), con una prosa clara, asertiva y desapasionada, sin privarse de jugar con las contradicciones como un joven hegeliano: Massera se broncea y se deja llamar “Negro” para que no noten que es negro, Massera quiere consagrar a la Armada pero nunca quiso ser marinero. Pero debajo de estas piruetas dialécticas se percibe la torción fundamental de la empresa del Almirante, que es la de Junta: “habían cumplido la tarea sucia de la burguesía y los factores de poder, y lo habían hecho a sangre y fuego, en registro de las propias heridas sufridas […] cuando la burguesía y los factores de poder dijeron a las Fuerzas Armadas que era tiempo de que abandonaran la escena, porque su tarea ya estaba cumplida, éstas se habían negado”. Y, en la hora del Juicio, Massera se enfrenta “al imaginario de una Argentina burguesa a la que siempre había respetado, y porque era contra ella que debía defender todo lo que había hecho para que esa misma Argentina burguesa siguiera existiendo”.
La sociedad que el Proceso contribuyó a crear podía prescindir de los militares. La Argentina liberal y burguesa que conocemos hace más de treinta años debe su existencia a esa acumulación originaria de orden y progreso, de la que Massera, apetitivo, anarquista y vanamente maquiavélico sólo pudo ser un arma y nunca el puño que la detona.
La revolución ha terminado
Pero si el liberalismo burgués, que para 1992, fecha de edición de Almirante Cero, había alcanzado el éxito político y económico, nació viciado, la solución revolucionaria nunca vio la luz. Ya la primeras páginas del libro de Uriarte estaban dedicadas a describir la “falsa revolución”, ese clima de optimismo y protestas sociales que antecedió al golpe: “solamente una fantasmagórica ideológica de la época permitía que esta crisis de representación múltiple se viviera como prolegómeno de una revolución continental”.
Cinco años más tarde, Uriarte terminó de ajustar cuentas con las revoluciones inconclusas. En el artículo de 1997 que compartimos, luego de fustigar a las revoluciones exitosas como atajos simplificadores de la Historia, concluye que “contra la sordidez y el desencanto de las revoluciones que triunfaron, la bella alma progresista elige destacar el indudable encanto de las revoluciones que no llegaron al poder, y que por lo tanto no tuvieron oportunidad de corromperse […] la Revolución es un momento orgiástico y una fiesta permanente, de máxima inspiración, comunicación y circulación social, una especie de primavera salvaje…”
"La democracia liberal como producto del terror, la revolución como eterno sueño de fiesta"
La democracia liberal como producto y superación del Terror, la
revolución como eterno sueño de fiesta irresponsable: entre esos dos
mojones Claudio Uriarte definió una visión insoportablemente realista
del orden de las cosas, con la fe puesta en los valores de la modernidad
occidental ya consagrados como tradición, y la aplicó a todos los
objetos que su erudición abarcaba: desde la política internacional al periodismo. En la particularidad del recorrido reside la originalidad de su pensamiento.Música y derrota
Sería un error, con todo, considerar al conservadurismo de Uriarte como la reconciliación de un burgués maduro con las comodidades de su época. El pesimismo cultural es la savia amarga que tonifica las raíces del neocon en la tierra pedregosa del realismo político. La weltschmerz de Uriarte sale a la luz en sus artículos para la revista Clásica. Allí tomó partido por la música tonal, la “música del siglo XX realmente existente” (Shostakovich, Rachmaninov, Prokofiev, los británicos) que “encuentra su contemporaneidad inconfundible en su carácter intensamente testimonial y narrativo, que la emparenta al cine”, en contra de “las utopías reglamentarias de la vanguardia” pero también de la música popular: “Carmina Burana pone en vitrina de demostración toda la estrategia de seducción estética del nazismo: (…) puede ser definida como una obra larga de música pop para gente que quiere creer que está escuchando música clásica”.
"El pesimismo cultural es la savia amarga que tonifica las raíces del neocon en la tierra del realismo político"
Como crítico de audio para la revista, Uriarte fatigó los locales de callé Paraná y reseñó con precisión techie los nuevos equipos que proveía el libre mercado de fines de los
noventas. En ese rol participó del debate sobre los nuevos soportes
digitales y la reproducción técnica del arte en una serie de artículos
extensos y ambiciosos, al final de los cuales, luego de reivindicar el
consumo de música grabada ante el esencialismo francfurtiano, concluyó
que “El audio, de este modo, revela su carácter paradójico: que, por ser
un opio de la clase media, es escapista, pero este escapismo contiene
también un rechazo de la realidad tal cual es (…) El audio, en una
palabra, muestra una falta, pero también es resultado de una falta. La
música es el eco de la perdida figura del Espíritu, y el audio y las
grabaciones son las iglesias electrónicas privadas en que el sujeto
descentrado experimenta un sucedáneo imperfecto de reencuentro consigo
mismo, de la esperanza de la desalienación.VER NOTA COMPLETA
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