Frases de cabecera

-"Si no estáis prevenidos ante los Medios de Comunicación, os harán amar al opresor y odiar al oprimido." Malcolm X.

abril 26, 2013

Carta de una delegada del diario La Nación



El mal clima, las amenazas, el "bullyng" mal disfrazado, la violencia simbólica, la falta de respeto, los conflictos estimulados desde arriba hacia abajo. Son muchas las cosas que pasan en cualquier empresa. En La Nación, por ejemplo. Acá una carta abierta de una delegada, que reproducimos sin tocarle una coma.


En el lugar donde trabajo hay miedo y desconfianza, pero también hay compañerismo y amistad. Es un caso raro, porque estos últimos nacen y se reproducen en medio de ese caldo que espesan a diario nuestros patrones y sus acólitos. El miedo viene mucho de ahí, del sexto piso, que es dónde sientan sus posaderas los directores, y también un poco del cuarto piso desde dónde se dirigen los recursos humanos y mucho, muchísimo, de una franja de boxes azules que da a Puerto Madero en el quinto piso. Allí están los jefazos de la palabra, los que tienen el poder de cambiar el sentido de las cosas poniendo títulos a su medida, y también titulando en nuestras cabezas: Cuidado con lo que haces. No participes de las asambleas. No discutas lo que la empresa te va imponiendo a su antojo y cagándose en las leyes que te protegen. No protestes, nosotros tenemos el poder de convertirte rápidamente en un paria. Tan simple como un telegrama de despido y poner tu nombre en una lista negrísima que nadie ve pero todos conocen, la lista de nunca más conseguirás un trabajo como este.

El miedo y el no te metás estuvieron siempre allí, sobre todo entre las máquinas de escribir que después devinieron computadoras. Es que por años los escribientes eran una extensión genética de los mismos patrones. Los demás se iban amoldando de distintas formas a esta familiaridad campera que recorría las oficinas, como si se tratase de una estancia, dónde el patroncito cuidaba que a la peonada no le fatara nada. Padre padrone a la argentina, con sonrisas y palmadas en la espalda y asados de la mejor carne una vez al mes para festejar los cumpleaños de la peonada grafico periodística.

En esas épocas los trabajadores que se reunían en asambleas multitudinarias eran los del plomo fundido, los de las máquinas impresoras, los otros, los trabajadores de la palabra, casi ni se asomaban y los de las cuentas, las finanzas y las ventas de avisos hacían encuentros mínimos que apenas si daban para expresar alguna desconformidad con timidez. En cambio los del plomo fundido y las máquinas impresoras, armaban unos toletoles para defender sus derechos y sus salarios que alcanzaban para derramar justicia sobre todos.

Así las cosas cada grupo tenía sus representantes, o sea sus comisiones internas. La de prensa se acostumbro a usar su ingenio para ablandar el corazón del padre padrone, a falta de masas buenas son las negociaciones en voz baja y por los pasillos. La de gráficos siempre se apoyo en la conducta de sus representados que iban a las asambleas aún en sus días francos o feriados. Para los gráficos la asamblea era -es- un lugar sagrado, un templo.

Se pueden odiar entre si pero en el colectivo son uno solo. Hubo ocasiones en que la lucha los encontró unidos, pero siempre eran los de overol los que ponían la fuerza y algunos de los otros, los de camisa arremangada, acompañaban como podían, a veces con más y otras con menos presencia.

Veníamos de años difíciles, de la dictadura, de la democracia niña en que los trabajadores empezaron a reconstruirse como sujetos de su propia historia. Se recuperaron espacios de lucha en todas partes, también en el edificio de Bouchard. Entonces, cuando todo empezaba, llegó el huracán de la flexibilización laboral y la perdida de derechos de hecho, ya que no en los papeles. El miedo entraba y salía como ráfagas enfurecidas de viento.

Primero el de los militares que se llevaron a cinco compañeros de prensa y el no te metas fué eln salvoconducto para preservar la vida. Después el vendaval de un nuevo miedo, el de quedarse del lado de afuera y pasar a ser parte de un ejército de desocupados con o sin título que engrosaba las estadísticas de ese nuevo terror impuesto a fuerza de no hay otra opción, no hay otra posibilidad, esto es lo único que se puede hacer.

Y entonces todo estalló y nosotros estábamos adentro, teníamos un refugio para ver pasar el tsunami sin casi mojarnos. Podíamos sacar la plata en cuentagotas, pero la plata estaba ahí, en nuestras cuentasueldo, todos los meses. Y después de a poco las aguas y los vientos se calmaron, los gobiernos dejaron de sucederse uno tras otro en cuestión de días u horas. Apenas nos atrevíamos a mirar por la ventana. Ahí afuera pasaba algo que no podíamos describir, atrincherados en nuestra seguridad no supimos ver lo que se venía.

Afuera la realidad cambiaba, adentro no. afuera la gente volvía a conseguir trabajo, en los barrios las casas de fachadas descascaradas durante años se pintaron otra vez de colores, igual que las caras de las personas que perdieron de a poco la grisura como retornando de las sombras a la luz.

Cuento todo esto para que vean de dónde venimos. Ese miedo que llegaba como ráfagas de viento, que se transformaba en otros miedos con el paso del tiempo y el cambio de circunstancias, se impuso sobre nuestra capacidad de pensar, tiño nuestras ideas con su no te pases de la raya, ojo, es hasta acá, no hagas lo que después... y así frases y frases que son como cadenas atándonos las manos y los pies, pero sobre todo las cabezas.

La estancia se reconvirtió en una usina de yuppis que engordaban al ritmo de la venta de centímetros de publicidad que aumentaban en la misma medida en que esos yuppis, al grito de ¡mio! ¡mio! ¡mio!, se apropiaban de los derechos consagrados en estatutos y convenios de trabajo. Y todo porque desde Wall Street les decían que todo era de ellos, nuestras vidas inclusive, y ellos veneraban (aun lo hacen) al gran dios del dinero.

Y ahí volvieron a asustarnos, haciéndonos creer que ese dios suyo mandaba por sobre todos nuestros dioses, y que ellos podían ponernos o sacarnos a su antojo, y que podían decidir como y cuando y de que forma debíamos hacer nuestro trabajo. Y cuando dijimos

No va más, nos dejaron volar por un tiempo y después nos cazaron en trampas para pájaros invisibles pero eficaces. Quienes debían defendernos no estuvieron allí para hacerlo, quienes debían organizarnos no estuvieron allí para hacerlo. El miedo se convirtió en nuestro consejero.

Ahora nada es como entonces, todos sabemos que el mundo cambia todo el tiempo, entonces nada es como entonces es un hecho, aunque nunca nos olvidemos de la historia de la que venimos, aunque prestemos atención a esa historia. El miedo no es un buen consejero, es respetable, pero no es un buen consejero. Cuando veo a alguien con miedo primero pienso que hay que respetar ese miedo, pero después pienso que hay que romper ese miedo, que es una caparazón que paraliza y que reproduce más miedo.

Estos son tiempos difíciles para nosotros, trabajamos en el corazón de la disputa política de este tiempo. Pero no somos la disputa. Por lo menos no lo somos la mayoría de nosotros. Sí somos trabajadores que quedamos atrapados ahí, entre los unos y los otros.

Unos novecientos trabajadores entre estas cuatro paredes, muchos más si abrimos las ventanas y sumamos los de allá, los de más allá. Dicen que unos tres mil y recién empezamos a contar...

Ahora nos toca salir a defender nuestros derechos otra vez. Les propongo que no escuchemos más el miedo, que no nos pongamos más frenos por el miedo, que apelemos a la creatividad y al compañerismo, y a la amistad que supimos construir aún en medio del miedo y del individualismo. Que nos multipliquemos desde la confianza. Que hablemos de todo lo que tengamos que hablar y no ocultemos más nada. Que hagamos un ejercicio superior del respeto por el otro y no caigamos en las tretas de la patronal que busca reducirnos a portadores de secretos inconfesables para que los demás nos huelan el secreto guardado en el aliento y se difunda entre nosotros la desconfianza. Es ahí donde ellos nos ganan, cuando dejamos de reconocernos entre nosotros y nos negamos las miradas y las voces. Hagamos de nuestro encuentro un templo, un santuario donde dirimamos nuestras distancias y construyamos cada vez mas cercanías.

Irene Haimovichi, trabajadora y delegada de prensa en diario la Nación
Buenos Aires, 25/04/2013


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